Muerte. Pena de
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      Tema que inquieta a los moralistas y que los divide sobre la legitimidad de su existencia en las legislaciones de los estados y sobre la moralidad que implica su defensa en la moral cristiana.
   Durante siglos se aplicó sin especial problema ético, siempre que se aplicara según la legislación justa de cada país y con el sentido de sanción penal para los delincuentes y de escarmiento alecciona­dor para los po­tenciales delincuentes
   Si embargo, muchos moralistas en los tiempos recientes han revisado esta tolerancia y han negado la licitud moral, a la luz del Evangelio, de que alguien, particular o autoridad pública, está moralmente autorizado a dictar y ejecutar pena de muerte alguna.
   La razón de la radical y universal oposición cristiana a la pena de muerte es que sólo Dios debe ser reconocido autor de la vida y de la muerte y sólo Dios puede decidir el hecho del nacer y el del morir. Por contundentes que sean los crímenes de un ser humano y por evidente que resulte el riesgo del criminal de reincidir en sus delitos, los hombres sólo pueden legítimamente defenderse del injusto agresor con todos los medios posibles para ello (prisión perpetua, alejamiento, coacción, etc.) menos la ejecución capital es decir la eliminación física.
   Sin embargo otros moralistas aceptan la posibilidad de la pena de muerte cuan­do es efecto de la legítima defensa que la sociedad hace ante un injusto agresor y cuando no hay otro medio más eficaz y persuasivo que la condena a muerte y su ejecución.
   Es difícil tomar postura contundente al respecto, pues las razones que avalan ambas posturas son fuertes, pero no suficientes para negar las razones con­trarias. En todo caso, desde la óptica evangélica, es normal la propensión a negar el derecho a establecer la pena de muerte ni siquiera como remedio extremo y como defensa de la sociedad. Los crite­rios de misericordia y de respeto a la persona humana son más fuertes en el mensaje cristiano que los del castigo y la defensa ante el delincuente.
   Con todo también existe la recta comprensión del texto evangélico que avala la defensa del débil ante el injusto agresor y por lo tanto la posibilidad de matar si no hay otro cauce para defender la propia vida o la del atropellado por la violencia del delincuente.
   Por otra parte, aunque lo que aquí se argumenta alude a la muerte física del criminal juzgado y penado, surgen otros problemas asociados o complementarios, como es la posibilidad de un tipo de "muerte psicológica". Si existiera la posible manipulación de personalidad por medio de alteraciones cerebrales y se pudiera sustituir la identidad del asesino por otra actitud más constructiva, es decir atrofiar la personalidad del malvado y reemplazarla por otra desvinculada del delito, se plantearía la cuestión de si es compatible con la dignidad del hombre esa "pena de muerte psicológica".
   Y se podría responde que si es "medicina para una enfermedad" sería posible asumir ese hecho. Pero si es alteración de la voluntad de un ser libre, por malvado que sea, tampoco es aceptable éticamente.